martes, 23 de octubre de 2012




                                         Mª José y Lucy



Soy María José Cumbreras, pintora, andaluza de nacimiento y marrakchia de adopción. Desde hace años vivo en un riad en la Medina de Marrakech con mi perrita Lucy.
Me dedico profesionalmente a la pintura, y preparo mis exposiciones en el estudio de mi casa de Marrakech, un riad lleno de luz y color, con noches estrelladas, el discurrir del agua de la fuente y la calma y serenidad que caracteriza la vida en un riad.
He creado este blog, con el fin de abrir mi riad a todos los viajeros que quieran compartir unos días en esta mágica  y fascinante ciudad, a la que no le falta el misterio y  tantas cosas por descubrir. O sea que espero que os animéis a venir y conocer cada rincón de la Ciudad Roja, o de La Perla del Sur, como la llaman quienes han pasado por ella y se han dejado hechizar por su encanto.
También preparo excursiones al sur profundo de Marruecos, a las dunas y al desierto.
Por el momento os enseñaré mi casa, algunos de mis cuadros, y alguna vista de la ciudad en la que resido.


LA PINTORA MARIA JOSE CUMBRERAS, DE ROCIANA A MARRAQUECH 

Hubo una primera vez donde los dedos alargados de María José Cumbreras trazaron sobre el papel de alguna libreta de colegio, el esbozo o la línea imprevista de esa decisión incontrolable de desplegar el mundo al que se nace. Nadie con seguridad le indicó que podía compartir su sensibilidad expresiva junto a otras personas, al dibujar, con 

la impronta del deseo irrefrenable, los perfiles que iluminaban las blancas hojas de un espacio puro, recién descubierto a sus manos y su mente.

Se daría cuenta que tras la grisalla de sus anatomías, confería existencia a lo que veía, a un sí mismo, deleitante entre la punta del lápiz y la raíz de sus emociones vitales. Y así se multiplicaba, sin preguntas ni respuestas, al entorno que se desplegaba ante sus ojos, sumergiendo en banda de colores, el ansia que tiñe la esencia de su espíritu creador. Intuyó las manchas y las superficies, las primeras líneas sobre la tela, el descubrimiento del olor de la resina, la densidad del óleo, la madera recién cortada, el animal creativo en que se convierte el artista, de súbito, cuando se llenan sus planos de dentro y fuera con la innata fuerza de comunicarse por el arte.

Miren los cuadros de Cumbreras y verán emerger el hombre tal como aparece en su soledad cerrada, en su soledad doliente y enclaustrada. La artista nunca se conforma con mostrarnos el mundo como es, copiando, calcando, repitiendo cada gesto y sus movimientos como un simple señalador de rostros y paisajes sin vida. No, Cumbreras, siempre mediatiza con la acción del momento los matices y los tonos abiertos que guardan su condición humana, su subjetividad, su carácter, su sinfonía y empaste de colores en el tono que le da la luz refleja en cada instante.

Por ello, existen muchos mundos en la vida y la obra de María José Cumbreras que revelan aquello intransferible que se esconde en su natural concepción del cotidiano existir. Muchos de sus símbolos, están quietos sobre el cuadro, sin más existencia que la intuición oculta de quien los colocó.

Si nos apoyamos en el alfeizar de sus marcos habitaremos en los recodos de la anilina coloreada o en los espaltos transparentes de tintes de sombras en sepia, como hendiduras que nos hablan en la amalgama de unos esmaltes deslizados hacia lo profundo que nos mira. Los contraluces se hacen fetales en los desnudos dormidos, y su infancia olvidada, se recrea como el niño en inocencia y deseo sobre muñecos y gitanas, transformistas y vivencias, presagios y hombres, tocados por un mantón hilado en la tentación de autorretratarse lo vivo intenso.

Sus colores permiten lo dual de su existencia. La pintura se convierte así en sonora comunicación de los muchos espacios recorridos por la artista. Los vuelos itinerantes de la geografía trashumantes de sus años, no la hacen perderse en la ceguera de los días y noches acumuladas por el cansancio existir. De todo, brilla por su pintura un renovado vértigo en expresarse, gravitando el volumen de sus cuadros por los planos más llameantes, que le da la perspectiva de una larga experiencia humana.

Si cruzó por el retrato y los seres inanimados. Si levantó la tela del surrealismo simbólico y emplastó sobre la dura hormaza de las telas imposibles, el calor fresco y carmesí de su pincel, hoy, se encarna, con fijador y barnices en el lienzo sobre el aire último de las tierras de Marrakech. Vemos que vence a diario el absorbente calor de las tierras ocres en una sinfonía de calles y olores que la incrustan por la telaraña de las medinas solares que le ofrece el país del hijo de Kouch. Sólo hay que presentirla en el deambular de la medina, en la plaza de Jamaa-El-Fna, tras los olivos de la Menara, para percatarse que es capaz de ovillarse en una vieja ventana olvidada, y darle añil intenso a una Kotubia con luna fosforescente.

La pintora se transfigura en la andalusí que mira el Atlas en días claros, adornándose en creatividad, cuando su mano resuma arcos y gentes, refrescarse en el haman oloroso que la lleva a los azules intensos de los jardines Majorelle. Ahora ha deslizado su paleta como la caminante solitaria desde su casa de Gillis, por un itinerario amante de palmeras, en el atardecer que preludia la noche relajada de un té en la terraza del Café Francés.

Se ha estilizado en su propio icono, imprimando cada cuadricula de la tela, tatuando en el punto de fuga gotas que resbalan por el bastidor, y que su espátula, en grafitos dedos ciñen al cuadro, como quien besa la flor del azafrán, allá en un permanente solitario de templanza y sueño.

Los días sucesivos la llevaron de Rociana a Marrakech… y esperamos, en el retorno último, decirle que nos dibuje el alba eterna.


Antonio Ramírez Almanza





                                                           Marrakech